jueves, 11 de marzo de 2010

Miguel Hernández, visto por Pablo Neruda


Descrito por otro gran poeta del pueblo, Pablo Neruda!

" Recordar a Miguel Hernández que desapareció en la oscuridad y recordarlo a plena luz, es un deber de España, un deber de amor. Pocos poetas tan generosos y luminosos como el muchachón de Orihuela cuya estatua se levantará algún día entre los azahares de su dormida tierra. No tenía Miguel la luz cenital del Sur como los poetas rectilíneos de Andalucía sino una luz de tierra, de mañana pedregosa, luz espesa de panal despertando. Con esta materia dura como el oro, viva como la sangre, trazó su poesía duradera. ¡Y éste fue el hombre que aquel momento de España desterró a la sombra! ¡Nos toca ahora y siempre sacarlo de su cárcel mortal, iluminarlo con su valentía y su martirio, enseñarlo como ejemplo de corazón purísimo! ¡Darle la luz! ¡Dársela a golpes de recuerdo, a paletadas de claridad que lo revelen, arcángel de una gloria terrestre que cayó en la noche armado con la espada de la luz! "

"Uno de los amigos de Federico y Rafael era el joven poeta Miguel Hernández. Yo lo conocí cuando llegaba de alpargatas y pantalón campesino de pana desde sus tierras de Orihuela, en donde había sido pastor de cabras. Yo publiqué sus versos en mi revista Caballo Verde y me entusiasmaba el destello y el brío de su abundante poesía.
Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él. Tenía una cara de terrón o de papa que se saca de entre las raíces y que conserva frescura subterránea. Vivía y escribía en mi casa. Mi poesía americana, con otros horizontes y llanuras, lo impresionó y lo fue cambiando.
Me contaba cuentos terrestres de animales y pájaros. Era ese escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital. Me narraba cuán impresionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras dormidas. Así se escuchaba el ruido de la leche que llegaba hasta las ubres, el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino aquel poeta de cabras. Otras veces me hablaba del canto de los ruiseñores. El Levante español, de donde provenía, estaba cargado de naranjos en flor y de ruiseñores. Como en mi país no existe ese pájaro, ese sublime cantor, el loco de Miguel quería darme la más viva expresión plástica de su poderío. Se encaramaba a un árbol de la calle y, desde las más altas ramas, silbaba o trinaba como sus amados pájaros natales.
Como no tenía de qué vivir le busqué un trabajo. Era duro encontrar trabajo para un poeta en España. Por fin un vizconde, alto funcionario del Ministerio de Relaciones, se interesó por el caso y me respondió que sí, que estaba de acuerdo, que había leído los versos de Miguel, que lo admiraba, y que éste indicara qué puesto deseaba para extenderle el nombramiento. Alborozado dije al poeta: - Miguel Hernández, al fin tienes un destino. El vizconde te coloca. Serás un alto empleado. Dime que trabajo deseas ejecutar para que decreten tu nombramiento.
Miguel se quedó pensativo. Su cara de grandes arrugas prematuras se cubrió con un velo de cavilaciones. Pasaron las horas y sólo por la tarde me contestó. Con ojos brillantes del que ha encontrado la solución de su vida, me dijo: -¿No podría el vizconde encomendarme un rebaño de cabras por aquí cerca de Madrid?
El recuerdo de Miguel Hernández no puede escapárseme de las raíces del corazón. El canto de los ruiseñores levantinos, sus torres de sonido erigidas entre la oscuridad y los azahares, eran para él presencia obsesiva, y eran parte del material de su sangre, de su poesía terrenal y silvestre en la que se juntaban todos los excesos del color, del perfume y de la voz del Levante español, con la abundancia y la fragancia de una poderosa y masculina juventud. Su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y de tierra. Sus ojos quemantes, ardiendo dentro de esa superficie quemada y endurecida al viento, eran dos rayos de fuerza y de ternura.
Los elementos mismos de la poesía los vi salir de sus palabras, pero alterados ahora por una nueva magnitud, por un resplandor salvaje, por el milagro de la sangre vieja transformada en un hijo. En mis años de poeta, y de poeta errante, puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un fenómeno igual de vocación y de eléctrica sabiduría verbal."
Vientos del pueblo me llevan
Firma de Miguel Hernández
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
imponentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimiento de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la manera,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habréis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra:
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.

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